En
estos días he recordado una situación muy curiosa que ocurrió hace
ya unos cuantos años.
Un
verano, cuando mis hijas eran pequeñas, decidí irme con ellas de
vacaciones. Habíamos pasado una mala temporada y nos merecíamos un
tiempo juntas, sin trabajo, sin cole, simplemente desconectar, así
que busqué un destino bastante familiar en la playa, donde admitían
niños, además en mi caso, éramos ellas tres y yo de adulto, no hubo
ningún problema. Nos trasladamos en autobús, así que desde el
primer momento ya fue una aventura. Maletas, mochilas, cargadas con
algo de incertidumbre, pero llenas de ilusión y ganas de pasarlo
bien. El resto de equipaje, más bien ligero, nada de móviles, ni
otros aparatos electrónicos, ni siquiera juguetes.
El
sitio estaba muy bien, un complejo turístico dedicado a familias,
con una gran piscina en en el centro y un parque de juegos muy
divertido, todo al lado de la playa. La habitación muy cómoda, y
algo muy importante, había lavandería ya que una semana con tres
niñas y tan poca ropa hubiera sido un poco dramático.
Una
vez instaladas, realizamos un reconocimiento por todo el lugar y su entorno. Poco a poco fuimos adaptándonos. Echaban de menos
los juguetes pero no fue un obstáculo. Unas cuantas piedras
sirvieron para hacer una ciudad de unos muñecos imaginarios.
Al
día siguiente, encontraron en la playa un palo unido a una cuerda,
unos 40 centímetros de palo y algo más de cuerda. (Era de un juego
llamado diabolo, que se había roto por la mitad) Y a partir de ahí
desarrollaron su historia. Se inventaron que era su perrito
salchicha, y lo llevaban tirando de la cuerda por todos los rincones.
Enseguida nos dimos a conocer. Por aquel entonces, una mujer joven,
sola, con tres niñas pequeñas, no pasaba desapercibida. Las tres
trataban a ese maravilloso palo, cual perrito amoroso y educado. Le
hacían gestos, caricias, le daban de comer, lo bañaban en la
piscina y en la playa, siempre venía con nosotras. Enseguida los
demás niños entraron en el juego del perrito, y comenzaron a
tratarlo como tal. En unos días, el resto de los adultos con los
que conectamos bastante bien, trataban a ese objeto roto, sin ningún
atractivo, como un perrito salchicha. Lo saludaban, incluso algún
silbido para llamar la atención del animalito. Mis hijas estaban
encantadas de que saludasen a su nueva mascota, y de que todo el
mundo participase de ese fantástico juego. Llegamos al punto que
había peleas entre los demás niños porque todos querían ese novedoso juguete. Una vez más se demostró que no hace falta
gastarse mucho dinero en sofisticados juegos para poder jugar.
Siempre
se destaca la gran imaginación que tienen los peques. Las mías en
concreto eran verdaderas maestras. Se metieron tanto en el papel,
que durante varios días, fueron capaces de involucrar no sólo a los
niños como ellas, sino a los adultos que pasaban allí unos días de
descanso.
Fue
un juego muy divertido, transmitieron un gran entusiasmo y esa limpia
inocencia y naturalidad hicieron que todo el mundo participase.
Creo
recordar que cuando nos marchamos de allí, dejamos el perrito para
que otros niños jugasen con él, aunque seguro que ya no era lo
mismo.