Érase una vez, una princesa que vivía encerrada en una torre muy alta. Aunque de vez en cuando podía salir, los carceleros le recordaban que su sitio estaba allí, y varios candados cerraban sus puertas. Especialmente cuando llegaba la época de la Navidad su tristeza se multiplicaba ya que entre otras cosas, recordaba su infancia en esas fechas. Recordaba que Los Reyes preparaban los días con mucha ilusión para que sus cuatro princesas acudieran con sus familias a Palacio. Por aquellos pasillos y jardines majestuosos, correteaban once pequeños vástagos, sus risas y griterío resonaban por todas sus estancias. El Rey y la Reina rebosaban de felicidad. En la mesa de Noche Buena no faltaba nada, vestida con las mejores mantelerías, cristalería fina, platos de porcelana decorados con los más bonitos detalles y sobre ellos, los más suculentos manjares y los mejores dulces navideños. Unión, armonía y profundo amor, es lo que los Reyes transmitían a sus cuatro hijas y a sus once nietos. Cuando ellos desaparecieron cada hija se instaló en su propio Palacio con su propia familia y sus propias costumbres.
Desde su torre, la princesa que no le gustaba la Navidad, añoraba esos momentos y deseaba tenerlos, aunque ahora era imposible. Mientras, seguía esperando su liberación, quizás un príncipe valiente pudiera romper los candados, quizás esa liberación estaba en ella misma. Lo mejor dormir, así podría soñar, así el tiempo quizás pasase más rápido.
Lo que siento lo escribo sin pensar, luego, pienso en lo que he escrito para ver cómo me siento.
viernes, 16 de diciembre de 2016
La princesa que no le gustaba la Navidad.
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